La ira de las furias by Steven Saylor

La ira de las furias by Steven Saylor

autor:Steven Saylor [Saylor, Steven]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2015-11-12T16:00:00+00:00


XVIII

Primero quemaron una cantidad enorme de incienso.

Dicen que el incienso agrada a los dioses. Que llama su atención, igual que el aroma del perfume llama la atención a los mortales.

El incienso sirve además para camuflar otros olores y proporcionó distracción a mis mortales narices para eludir los potentes olores que acompañan inevitablemente la reunión de las grandes masas de gente, sobre todo cuando superan con creces las instalaciones disponibles para asearse o eliminar sus desperdicios orgánicos. A una distancia considerable del templo, recibí la primera oleada del olor que emanaba de la inquieta y desgraciada multitud que rodeaba el Templo de Artemisa, una combinación de orina, excrementos y humanidad sucia. Cuánto más nos acercamos, más potente era el olor, hasta que empecé a sentir nauseas.

Pero una vez inmerso en él, poco a poco, uno se acaba acostumbrando. Recordé lo que decía mi padre: «Por horroroso que sea, ningún olor ha llegado nunca a matar a nadie». Ayudaba también el hecho de estar delante de un gran altar de piedra y al lado de gigantescos braseros que escupían nubes de humeante incienso. El altar estaba colocado sobre una plataforma elevada, bastante por encima de la multitud.

La otra vez que asistí a un sacrificio en aquel lugar, era un día de celebración, y la enorme cantidad de visitantes llegados de todo el mundo había desfilado hasta allí desde la ciudad al son de la música y de las risas. Vacas, ovejas, cabras y bueyes, en cantidades tan grandes que me había resultado imposible contarlos, habían sido consagrados a la diosa y posteriormente sacrificados, después de lo cual la multitud había sido obsequiada con el asado y generosas cantidades de vino.

La diferencia con lo de ahora era descarnada. La procesión estaba integrada única y exclusivamente por mí, los dos hombres sagrados y una tropa de lanceros para nuestra protección. (Y Bethesda, naturalmente, que los seguía. ¿Qué conclusiones estaría extrayendo de tan peculiar experiencia? Aquello era su presentación a una de las grandes maravillas del mundo, el Templo de Artemisa, y temía que las circunstancias pudieran mancillar para siempre la admiración que pudiera sentir).

El valle que rodea el templo es un gran espacio abierto con algunos árboles para dar sombra, zonas con hierba y otras con tierra debidamente apisonada, adecuado para acomodar las multitudes que asisten a los festivales que se celebran en Éfeso. En esta ocasión, la multitud estaba integrada por refugiados romanos de lúgubre aspecto. Cuando desfilamos por delante de ellos y nos congregamos en el altar, mantuvieron las distancias. Nos miraban inexpresivos. Mirarlos a ellos me resultaba turbador, y lo eludí en la medida de lo posible.

Un grupo de megabizos nos esperaba junto al gran altar. Se habían encargado ya de limpiarlo y estaban atareados cargando los braseros del incienso y la pira para asar el cordero. El animal estaba en un pequeño corral, fuera de la vista de todo el mundo, aunque balaba de vez en cuando, provocando con su sonido un murmullo de excitación entre los hambrientos refugiados.

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